Todos los amantes y fanáticos del rock, hemos estado siempre en esas eternas discusiones, que usualmente ocurren a altas horas de la noche, en estados inconvenientes y que afloran los sentimientos puristas de uno. Son aquellas discusiones en donde los Beatles son mejores que los Stones, si Ozzy o Dio era mejor vocalista de Black Sabbath, hasta aquellas complejas interpretaciones que se crean alrededor de las mitologías del rock, encontrar el significado de Stairway to Heaven, o tener acaloradas discusiones sobre la mejor época de KISS. Evidentemente no se quedan atrás las eternas dicotomías sobre que tan grande era aquella banda, cuál era la alineación más poderosa, etc.. Sin embargo, dejemos un poco ese romanticismo que tanto representaba a Cliff Poncier, quién se cuestionaba lo que realmente le había pasado a la música que valía la pena, ¿dónde estaba el Misty Mountain Hop, el Iron Man, el Smoke on the water de nuestros tiempos?.
Aquellas interrogantes, fueron las que realmente me hicieron reconsiderar el grandioso concierto de Deep Purple, que por dos horas convirtió al Auditorio Nacional en un templo de adoración a los riffs pesados, pantanosos, órganos densos y sobre todo un aura místico, que antes era producto de todas las sustancias que se repartía la multitud durante sus conciertos. Ahora se respiraba un ambiente de menor decadencia, y en vez de invocar alguna imagen sacada de alguna película de Richad Linklater (véase Dazed & Confused), tenía todos los elementos para llegar a aquellos niveles de exceso a-la Spinal Tap. Antes que nada deberíamos puntualizar el hecho que Deep Purple, siempre lo había considerado como una curiosidad musical, más allá de conocer un par de sus álbumes, uno se encuentra familiarizado por los "hits", "Smoke On The Water" (que seguramente la ha escuchado en infinidad de versiones, adaptaciones y reinterpretaciones por bandas de covers), "Hush" (mi primer descubrimiento musical de Deep Purple, que se venía incluído en el volumen 9 de las compilaciones de British Invasion, y por muchos años fue un referente fundamental del rock psicodélico), "Highway Star", "Space Truckin'", etc. Además de la existencia de un viejo vinil de Deep Purple "sinfónico" en el Royal Albert Hall, que se encontraba por azares del destino entre la vieja colección de discos en casa, y que al escucharlo me pareció uno de los discos más innecesarios, mafufos, y pretensiosos que jamás he escuchado.
Además de que siempre he tenido un disgusto por las reuniones de reencuentro o "Last World Tours" que las bandas hacen desde hace 25 años (sobre todo el circuito de dinosaurios de los 60's), con músicos hueseros, que terminan pareciendo una patética banda de covers, con uno de los miembros originales o de la "alineación clásica". El pequeño yo purista, aflora y en un diálogo con mi conciencia, me reprocha la inversión en conciertos para que te lleven a un "imitador" de Jim Morrison y te lo traten de empaquetar como The Doors o recluten a los hijos de su integrante fallecido (sin quitarle su mérito musical y los logros que muchos de ellos tienen). Juegan con los sentimientos del fanático para vendernos un par de entradas patrocinadas por los gigantes corporativos. Pero bueno, este tipo de prácticas no son nuevas, y parte de todo este negocio es entrentenernos. Deep Purple vinó sólo con Ian Paice, Ian Gillan y Roger Glover (de la alineación clásica que no es la misma que la original, con la ausencia de Lord, Blackmore, etc.), pero esto seguramente a pocos le interesa y todos nos congregamos aquella noche para escuchar buen rock psicodélico. No podía fallar los momentos de rockstars dónde cada uno de los músicos tuvo su momento para su "solo", para demostrarnos su talento y versatilidad musical. Desde un solo de bajo, cortesía de Roger Glover, un popurrí musical cortesía de Don Airey que nos llevaba desde Deep Purple hasta Mozart, un poco de jazz, y "La Cucaracha". No podíamos despedirnos sin recibir una rendición a "La Bamba", una de las curiosidades musicales que nunca fallan y siempre generan el agrado del público, muchas ovaciones y aplausos. Ian Gillan ha sido de los pocos vocalistas, que cautivan a su audiencia y que tenía a todo el Auditorio Nacional, comiendo de su mano (a pesar de que sus constantes salidas para sentarse a recuperar el aire). Dejándose llevar por aquellos riffs pantanosos, una cohesividad musical, que revela su trayectoria de cuarenta años incuestionable, y crean un espectáculo de inmersión por dos horas, en un viaje psicodélico, que nos ayuda a desempolvar a aquel Cliff Poncier que todos tenemos dentro, y nos reconectan con aquellos placeres sencillos. Recordar siempre que para algunos sólo tomó un concierto de rock para cambiar el rumbo de sus vidas para siempre.
Nos leemos pronto.
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